
Energía y calientamiento planetario
Ya sabemos que lo que provoca el calentamiento del planeta es quemar combustibles fósiles, pero a pesar de todo no somos capaces de reconocer que la única solución para frenar o al menos mitigar la crisis climática es gastar menos energía. Y nos engañamos a nosotros mismos, creyéndonos a los presuntos expertos que niegan que sea necesario y aseguran que se encontrarán tecnologías que lo solucionarán y que evitarán que tengamos que renunciar al grueso de productos y servicios que disfrutamos.
Contribuye a eso la ilusión que las energías renovables substituirán en pocos años a las fósiles, ilusión creada entre otros motivos por los esfuerzos de reconversión del sector automobilístico para fabricar coches eléctricos, o el márqueting de multitud de empresas que emiten mensajes optimistas basados en la llamada economía verde y sostenible, pero lo cierto es que todo esto no pasa de ser una ilusión.
Porque la civilización occidental actual es muy dependiente (en realidad, adicta) a la energía abundante y barata, necesita muchísima para poder producir y distribuir la enorme cantidad de productos y servicios que consume constantemente, y la inmensa mayoría de la energía que utiliza sale de los combustibles fósiles: el carbón, el petróleo y el gas natural. Y esto a pesar de que durante los siglos XIX, XX i lo que llevamos del XXI, se han desarrollado con más o menos acierto otras fuentes de energía: la nuclear, y también las renovables, antiguamente la eólica y la hidráulica, y más recientemente las solares térmica y fotovoltáica y la nueva eólica.
Estas tecnologías cada día permiten producir más cantidades de energía, pero nunca podrán reemplazar completamente a las fósiles: cada día necesitamos más energía, porque los productos y servicios que «necesitamos» continuan aumentado, por algunos a los que renunciamos pensando en el medio ambiente, añadimos otros nuevos que anulan el esfuerzo. Y la energía nuclear de fusión y las nuevas generaciones de energía nuclear de fisión, después de décadas de promesas, siguen siendo eso, promesas de un futuro que cada vez parece más lejos.
El resultado es que, a pesar del despliegue de las renovables, el uso de los combustibles fósiles ha continuado aumentando. Quién dude de ello, que se informe con obras como Petrocalipsis, de Antonio Turiel, que explican con muchos datos y mucho rigor que nunca se podrá conseguir tanta energía de las renovables o la nuclear como se han extraído de las fósiles, y dejan claro que afirmar lo contrario es una quimera, porque va contra las leyes de la termodinámica, es decir, contra la naturaleza.
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Somos drogadictos
En resumen, se puede afirmar que ahora mismo la humanidad entera se está comportando como una persona que ya ha empezado a aceptar su adicción, pero que todavía niega que sea un problema grave, y quiere convencerse que tiene la situación controlada, como el drogadicto protagonista de la canción de Extremoduro “Me estoy quitando”, o los del documental promovido por el Gran Wyoming del mismo título.
Todo esto genera discursos moderadamente o bastante optimistas que los responsables políticos se hacen suyos para transmitir tranquilidad a los ciudadanos. Pero estos discursos son fantasías, porque se basan en deseos y esperanzas, no en hechos ni en realidades, son equivalentes a los que se explican a sí mismos los drogadictos para autoconvencerse. En el fondo sólo son un sedante que ayuda a soportar el malestar general, una huida hacia adelante que niega las dimensiones del problema.
Frente a estos discursos optimistas están los discursos pesimistas, los de la gente que hace años y décadas que están avisando que el cambio climático es una realidad que está provocando una crisis planetaria de consecuencias enormes e imprevisibles. Pero lo han hecho mayoritariamente desde posiciones políticas de izquierdas más o menos radicales y ecologistas, y por eso la inmensa mayoría de gente no se ha sentido interpelada, y los ha rechazado y los continua rechanzando como ajenos y como extremistas.
También porque muchos de estos discursos se han concentrado en denunciar el capitalismo como el responsable de la situación, y describiendo a este sistema económico en su peor versión, como un demonio indeseable, reforzando así el rechazo de buena parte de los ciudadanos, que lo perciben como una actualización de posiciones ideológicas caducas que, con la crisis climática como excusa, se han renovado para intentar un nuevo asalto a la hegemonía.
El fenómeno Greta Thunberg
Todo esto ha malogrado y malogra buena parte de los esfuerzos de los científicos y los activistas climáticos para explicar las dimensiones de la amenaza que supone esta crisis, porque los ha condenado a una difusión relativamente minoritaria y a tener poca incidencia en los discursos políticos y económicos y, por lo tanto, en la decisiones que se toman. Y quizás por esto sólo cuando ha irrumpido en el espacio público un discurso potente como el de Greta Thunberg y el movimiento creado en torno a ella, Fridays For Future, que evita cuidadosamente alinearse con ningún posicionamiento ideológico concreto, el discurso hegemónico ha empezado a cambiar.
Thunberg y FFF centran su mensaje en acusar a los líderes mundiales de no estar actuando contra la crisis climática y limitarse a emitir discursos tranquilizadores que afirman que sí que se está actuando. Esto genera una presión importante en estos políticos, que se ven obligados a cuestionarse de verdad lo que están haciendo, pero el mensaje se concreta en un relato simplista y bastante maniqueo, en el que los malos son los políticos y las grandes empresas, que son los que fingen que actúan sin hacerlo, y los buenos son los ciudadanos en general, que son impotentes ante esto.
Todo esto desplaza la responsabilidad hacia arriba, exonerando a los ciudadanos «normales» de la que puedan tener ellos y contribuyendo a retrasar los cambios que puedan hacer en sus vidas cotidianas para mitigar el problema sin necesidad de esperar a grandes cambios político-económicos para empezar a actuar. Pero no nos engañemos: los cambios comportan renunciar a buena parte de las comodidades de que disfrutamos los que disponemos de suficientes recursos económicos, como productos exóticos o no tan exóticos producidos o fabricados en todo el mundo, viajes también por todo el mundo, más cerca o más lejos, buena calefacción y buen aire acondicionado en casa, etc, etc, etc. Hay muchas cosas a las que podemos empezar a renunciar ya ahora.
Porque, en realidad, siempre hay y habrá el peligro, la tentación, o como se le quiera llamar, que muchas personas, colectivos o países enteros esperen a que empiecen a cambiar los demás, o se nieguen a cambiar, con la excusa que la acción de una sola persona, de una sola ciudad o de un solo país no es determinante, y así, los unos por los otros, los humanos continuemos haciendo como si no pasara nada y todo vaya empeorando cada vez más, que en realidad es lo que ha estado pasando desde hace décadas.
El bloqueo
Así, el espacio público está ocupado por discursos opuestos que se contradicen y se contrarestan, y el resultado es que las rutinas y los hábitos individuales y colectivos no se están cambiando al ritmo necesario para frenar de verdad el problema. Es lo mismo que pasa en la mente de los drogadictos, que se bloquean con los discursos contradictorios que se cuentan a sí mismos, y quedan pasivamente dominados por el hábito que les está perjudicando.
¿Qué salida o salidas hay a esta situación? ¿Será necesario que empiecen a pasar cosas graves de verdad para que los humanos reaccionemos? Es cierto que ya están pasando cosas graves, pero en general son desastres naturales similares a los que han pasado más o menos siempre, y la mayoría de la gente no acaba de creerse que estén pasando más a menudo y con más intensidad que antes, que ya haya llegado de verdad la crisis climática, vaya.
Además, estas cosas graves acostumbran a pasar lejos y nos llegan por televisión o por internet, y difícilmente nos interpelan a hacer grandes cambios en nuestra vida, quizás únicamente nos conformaremos con enviar un poco de dinero para ayudar a los damnificados y ya está. Y secretamente desearemos que, cuando lleguen las afectaciones graves cerca de nosotros, nos afecten el mínimo posible.
El progreso y sus hijos
Pero no es un problema individual, que afecte a las personas una a una, es un problema colectivo, más que colectivo, planetario, y es el fruto de una inercia que no depende sólo del presunto maquiavelismo de las fuerzas capitalistas, sino principalmente de la potencia del ideal en que se basan prácticamente todos los programas políticos actuales, sean de derechas o de izquierdas.
Este ideal es el del progreso, creado por los ilustrados franceses y escoceses durante el siglo XVIII y que a principios del siglo XIX se convirtió en la zanahoria que la civilización occidental ha perseguido durante más de 200 años para mejorar las vidas de los ciudadanos. Y lo ha conseguido, pero a costa de generar problemas nuevos que ya se ha visto que son tan graves como los que quería solucionar.
Sobre este ideal se ha construido otro, el del desarrollo, que ha dominado buena parte del siglo XX y que todavía es hegemónico, y también el del crecimiento económico, que es el dogma que ha impulsado y continua impulsando a la economía mundial hacia adelante de una manera presuntamente «racional», pero que en realidad es irreflexiva y alocada.
Y lo es porque precisamente los economistas «clásicos» dicen que no se puede dejar de «crecer» porque es lo que mantiene a la maquinaria económica en funcionamiento, y que si se frena, habrá recesión y caos y todo el mundo sufrirá. Y han construido una nueva ilusión, el desarrollo sostenible o sostenibilidad, para hacer creer que se puede seguir creciendo y al mismo tiempo «salvar el planeta», es decir, salvar la civilización tal como la conocemos ahora.
Y la mayoría del mundo político y empresarial la ha adoptado de manera entusiasta porque les conviene mantener esta ilusión, y la difunden de una manera que, a pesar que puede no parecerlo, también es irreflexiva y alocada.
Porque lo cierto es justo lo contrario: si no se hacen cambios rápidos de manera más o menos ordenada para dejar de «crecer», entonces serán los límites planetarios los que frenaran el crecimiento, en realidad ya lo están haciendo, empujándonos hacia el caos y el sálvese quién pueda.
¿Hay alternativa?
La alternativa, por lo tanto, pasa por centrarnos en rehacer toda la vida socioeconómica con la reducción radical del uso de energía como criterio principal, cosa que comportará muchos cambios, algunos de ellos a peor, pero si se hace de manera consciente y con voluntad constructiva, no necesariamente tiene que comportar un empeoramiento radical de la vida de la gente.
Todo esto implica que la humanidad entera tiene que actuar como si fuera pobre energéticamente hablando, porque en realidad ahora mismo ya lo es si lo comparamos con las décadas que acabamos de vivir. El problema es como distribuir esta «pobreza» de manera que no agrave las diferencias sociales hasta límites que pueden ser catastróficos, además de muy injustos.
Si sabemos hacerlo muy posiblemente dentro de unos años o unas décadas los humanos miraremos atrás y nos sorprenderemos de que nuestra especie haya llegado a principios del siglo XXI haciendo un uso tan irracional de la energía y de los recursos del planeta en general, tanto minerales como biológicos.
Pero para poder hacerlo tenemos que conseguir abandonar el ideal del progreso, que ahora ya está claro que es un mito inalcanzable y que su programa, el «desarrollo» de manera igual hacia arriba de todos los seres humanos, es una quimera que nos aboca al agotamiento de la biosfera, y nuestro final será similar al del cáncer que acaba muriendo porque ha devorado el cuerpo del que se alimentaba.
El retroprogreso, candidato a substituto
Casi seguro que, a pesar de todo, necesitaremos un nuevo ideal que nos guíe en esta «reconversión» de la civilización, con el objetivo de adaptarnos de verdad al planeta y olvidarnos de los cuentos fantásticos que afirman que en los próximos siglos podremos «conquistar el espacio» y convertirnos en una «especie multiplaneta«, en expresión delirantemente reciente del magnate Elon Musk, en la línia del optimismo desmesurado de las obras de ciencia ficción del siglo XX que nos hicieron creer que esto de pasearse por la galaxia de planeta en planeta sería inminente.
Este autor hace una modesta aportación: el substituto del ideal del progreso puede ser el concepto de retroprogreso, propuesto por el filósofo Salvador Pániker hace ahora 40 años, y que cada día que pasa parece más buen candidato, porque permite romper la naturaleza unilineal del ideal del progreso, de via única hacia el futuro, en cierto sentido, casi de destino fatal.
Por si os interesa profundizar en lo que significa este concepto, os dejo aquí debajo el enlace a un artículo que analiza su viabilidad para convertirse en el ideal de la nueva etapa de la humanidad:
¿DEBEMOS SUBSTITUIR EL PROGRESO POR EL RETROPROGRESO?
Josep Maria Camps Collet