¿REVOLUCIÓN O METAMORFOSIS? SALIDAS POSIBLES A LA CRISIS PLANETARIA

Josep Maria Camps Collet

LLENAR UN VACÍO

La noción política de revolución como transición rupturista rápida entre un presente percibido como injusto y rechazable y un futuro mejor y esplendoroso está muy desacreditada después de las experiencias negativas en muchos lugares del mundo durante los siglos XIX y XX. En estos momentos sólo está vigente entre los movimientos de izquierdas y de derechas más radicales, que todavía la tienen como referencia necesaria -o ritual de paso casi mítico- para conseguir las transformaciones socio-politico-económicas deseadas, mientras que es rechazada por el resto del espectro político.

Sin embargo, no han aparecido otras nociones de potencia equivalente, por lo que el panorama de las ideas alternativas disponibles es más bien escaso, por no decir inexistente. Esto es un problema, porque la dinámica de crecimiento de la humanidad en los últimos siglos y décadas y el aumento desenfrenado de afectación a la biosfera que ha comportado (límites planetarios superados) aconseja un replanteamiento de la actual civilización que permita una rápida transición para revertirlo, y son necesarias herramientas conceptuales para ello.

Un concepto potencialmente alternativo es el de metamorfosis: utilizado como metáfora política, puede permitir concebir el cambio de los patrones de conducta de la forma más radical posible sin romper las continuidades necesarias y reduciendo al máximo las dinámicas perniciosas. La tesis de este artículo es que una noción política de metamorfosis puede ser tan potente y atractiva como la de revolución sin la mayoría de inconvenientes que tiene ésta y, por tanto, puede servir para impulsar y guiar los cambios necesarios. Un autor que ha explorado este concepto es Edgar Morin, y el análisis del recorrido que le ha llevado a proponerlo ayuda a construir una hipótesis y un programa para darle consistencia teórica y pragmática.

HAY UNA CRISIS PENDIENTE DE RESOLVER

Todavía hay mucho debate e incertidumbre sobre cuáles serán las consecuencias del cambio climático en el mundo humano, principalmente cuándo se materializarán y qué gravedad tendrán, pero hay bastante evidencia científica de que la acción humana ya ha provocado alteraciones considerables en la atmosfera y la superfície del planeta, en forma de aumento de CO₂, metano y otros gases de efecto invernadero, destrucción de ecosistemas y contaminación con materiales sintéticos entre otras afectaciones importantes.

Estas evidencias están recogidas en los documentos elaborados por las agencias y programas de la ONU, como es el caso del IPCC, con el sexto informe como resumen de síntesis más reciente, y desde un punto de vista más amplio, también lo hacen esfuerzos científicos como el Modelo de Postdam, que ha definido 9 límites planetarios, como el mismo cambio climàtico, la biodiversidad, el ciclo del agua y los ciclos del fósforo y del nitrógeno, y que en la última actualización del seguimiento que hace, el 2023, certificó que 6 estaban ampliamente superados, y que el cambio climático no es el que está peor.

Además, según una investigación del Instituto de Ciencias Weizmann de Israel, esta acción humana ha comportado ya la extracción, procesamiento y uso de 1,1 teratoneladas de masa física, una cifra equivalente a la masa de todos los seres vivos del planeta, acción hecha por una especie, la humana, que sólo representa un 0,01% de esta masa. Lo preocupante de esta investigación es que ha calculado que esta cifra está creciendo exponencialmente: en el último siglo se ha duplicado cada 20 años y en las dos últimas décadas se ha movido y procesado tanta masa como en toda la historia de la humanidad. Ésta y otras investigaciones han llevado a la propuesta de considerar que el planeta ha cambiado de época geológica y que estamos ya en lo que se ha dado en llamar antropoceno, es decir, la era de la acción humana como fuerza geológica.

Por tanto, más allá de las incertidumbres, ya existe la certeza de que la dinámica humana ha provocado y está provocando enormes cambios y desequilibrios en el planeta, que estos desequilibrios son muy acelerados y que hay muchas probabilidades de que más temprano o más tarde esto acabe afectando gravemente a la biosfera y, por tanto, a la vida de los humanos. Por eso parece recomendable que esta acción humana cambie de la forma más rápida posible si queremos evitar que los desequilibrios comprometan la viabilidad tanto de la civilización y de la misma especie humana, como de la vida en el planeta tal y como la conocemos ahora. Pero la inmensa mayoría de actores sociopolíticos, tanto los hegemónicos como los subalternos, no tienen esta prioridad situada prioritariamente en sus agendas tanto estatales como internacionales, sino que se supedita a otras, principalmente económicas y monetarias, que acaban pasando casi siempre por delante y los cambios necesarios o no se hacen, o son de dimensiones demasiado reducidas.

En este sentido, cabe remarcar que los primeros avisos rigurosos y bien publicitados del posible desequilibrio medioambiental planetario catastrófico empezaron a materializarse hace ya más de 50 años, con el informe “Los límites del crecimiento” encargado por el Club de Roma al equipo de Donella Meadows en el MIT y publicado en 1972, como el ejemplo más destacado. Desde entonces -y de hecho desde mucho antes- han sido muchos los científicos que se han dedicado a estudiar muchos aspectos de estos desequilibrios, pero todo este ingente trabajo no ha comportado cambios suficientemente importantes en la dinámica de la acción humana sobre el medio ambiente, al contrario: esta acción se ha ido incrementando exponencialmente y ha comportado cada vez más desequilibrios. Esto se ha debido al aumento exponencial de la población mundial, pero principalmente al aumento en los usos intensivos de energía y materiales diversos, usos intensivos de los cuales inicialmente se benefició una minoría privilegiada, pero cada vez más los beneficiarios han sido capas más y más anchas de la población mundial.

Este artículo es fruto del convencimiento de que los cambios en la dinámica humana llegarán pase lo que pase, porque los límites planetarios acabarán imponiendo su realidad, pero también que introduciendo y promoviendo cambios en los sistemas de creencias se puede transformar bastante rápidamente la acción humana para que sea menos dañina y agresiva con la biosfera y se adapte demasiado y se adapte, y evitar así que los cambios sean demasiado traumáticos y produzcan demasiado sufrimiento. También que vale la pena explorar qué herramientas conceptuales pueden promover y facilitar estos cambios en las creencias para que la transición sea lo más fluida y transitable posible.

En este sentido, el análisis se centrará en la noción política con la que se han impulsado la mayoría de cambios radicales en las sociedades humanas durante los últimos dos siglos, la de revolución, tanto en las que ha sido central en los discursos hegemónicos como en las que se ha relegado a los subalternos. Puede parecer obsoleto entretenerse en analizar esta noción cuando está tan desprestigiada en los ámbitos más hegemónicos en la actualidad, pero aquí se considera que ha ejercido y ejerce todavía una gran influencia y fascinación en los ámbitos de izquierda radical -y en las últimas décadas, también en las de la derecha radical-, que la ven como un paso necesario para que se produzcan cambios reales, i que esto tiene una influencia nada despreciable en los imaginarios del resto del espectro político. Las conclusiones de este análisis se aplicarán a la noción política que aquí se propone como alternativa, la de metamorfosis, y del resultado de esta aplicación se extraerán las conclusiones que pueden ayudar a implantarla para que produzca los efectos deseados.

¿QUÉ QUIERE DECIR “REVOLUCIÓN”?

El origen etimológico de la palabra «REVOLUCIÓN» es el término latino «revolutio», que significa «vuelta entera» y el concepto original se concretó en astronomía. Lo popularizó Nicolaus Copernicus con el libro De revolutionibus orbium coelestium, publicado en 1543, en el que exponía su modelo heliocéntrico del sistema solar, y en el que el término describe los movimientos cíclicos de los planetas alrededor del Sol.

El primer uso importante con un significado político fue en el Reino Unido en 1660, cuando se restauró la monarquía después de la Commonwealth liderada por Cromwell, y significó, precisamente, “restauración”, en el sentido metafórico de que la situación política había dado una vuelta entera y había vuelto a un punto de equilibrio anterior, después del período de inestabilidad vivido des que en 1649 cortaran la cabeza al rey. 28 años después quedó fijado como concepto político con la “Revolución Gloriosa”, que fue nuevamente una restauración monárquica en Reino Unido, en este caso con la expulsión definitiva de los Estuardo y sus tendencias absolutistas, y la subida al trono de la casa de Orange.

Es con las revoluciones americana y francesa que el término cambia de significado y se convierte en la noción que nos ha llegado hasta la actualidad, en la que ya no significa “restauración”, sino una ruptura rápida y traumática del sistema sociopolítico vigente para crear uno nuevo. Pero no fue esa la intención de los líderes que las promovieron: empezaron con la idea de realizar restauraciones similares a la británica del siglo anterior (precisamente por eso utilizaron este término desde el primer momento), y fue la dinámica puesta en marcha por los acontecimientos la que llevó al cambio de significado.

En ‘Sobre la revolución’ Hannah Arendt analizó de manera notable esta transformación semántica, afirmando que los iniciadores tanto de la Revolución Americana que dio lugar a la creación de Estados Unidos como de la Revolución Francesa, en ningún caso tenían la intención de hacer lo que finalmente acabó pasando, es decir, un proceso de independencia y una ruptura radical con el antiguo régimen respectivamente. Arendt afirma que “aquellos hombres expresaron con toda sinceridad que lo que deseaban era volver a aquellos antiguos tiempos en los que las cosas habían sido como debían ser”, y remarca que, cuando los acontecimientos se precipitaron y se alejaron de la intención inicial, autores como Thomas Paine propusieron llamarlas “contrarevoluciones”, porque ya se interpretaban como opuestas a lo que se buscava cuando se pusieron en marcha.

En el caso de la Revolución Francesa esto explica que entre el asalto a la Bastilla y la decapitación de Luis XVI pasaran casi 4 años, en los que se intentó mantener la monarquía convirtiéndola en constitucional, intento que fracasó. Finalmente el período revolucionario duró unos 10 años, durante los que se instauró la Primera República, los principales líderes fueron guillotinados y se acabó proclamando el imperio de Napoleón. Siguiendo a Arendt, el nuevo significado llevó asociadas una serie de nociones que han acompañado el concepto desde entonces: «revolución» pasó a querer decir «novedad» y «origen» (de un nuevo orden diferente a todo lo anterior), y también «violencia» e «irresistibilidad».

En las primeras décadas del siglo XIX el término, ya plenamente consolidado con el contenido semántico identificado por Arendt, arraigó con fuerza en los movimientos obreristas que cuestionaban el orden social que se iba configurando en los países europeos. Una muestra evidente es el Manifiesto Comunista de Marx y Engels de 1847, en el que es un concepto omnipresente, sobre todo en forma de adjetivo, y no necesitan ni siquiera definirlo mínimamente, lo dan por supuesto y lo consideran implícitamente como un hecho “irresistible” que pasará tarde o temprano.

Los autores exponen la famosa tesis de que la burguesía ha sido la primera clase revolucionaria de la historia y que para mantenerse en el poder debe sostener una especie de revolución permanente, con cambios tecnológicos y socioeconómicos constantes. También que esto ha hecho aparecer una nueva clase, el proletariado, que es la única que también es revolucionaria y que está destinada a abolir las clases sociales mediante una revolución contra el orden establecido: «el proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder.» Cierran el texto relacionando esto explícitamente con la violencia: “(Los comunistas) abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derribando por la violencia todo el orden social existente”.

Ya en el siglo XX, Vladímir Ilich Lenin, máximo responsable del hecho revolucionario que marcó todo el siglo, el de octubre de 1917 en Rusia, dedicó los dos meses previos en los que estaba refugiado en Finlandia para escribir un panfleto, “El Estado y la revolución”, en el que dejó claro que la revolución tenía que ser violenta y tenía que consistir en una guerra civil: “No hay nada más autoritario que una revolución, es un acto durante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las bayonetas, los cañones, es decir, con elementos extraordinariamente autoritarios.”

Antes y después de la Revolución Rusa los diferentes movimientos obreristas tuvieron debates teóricos muy apasionados de cómo debían ser las revoluciones, con los marxistas abogando por el derribo de los estados “burgueses” para implantar la “dictadura del proletariado” como transición hacia una sociedad comunista donde el estado ya no sería necesario, y los anarquistas aspirando a eliminar el estado ya de entrada, pero todos partiendo de la convicción que tenía que haber una revolución más o menos violenta.

Desde que se extendió su uso, el éxito de la palabra ha hecho que se haya utilizado con significados al margen de la política, por ejemplo en historiografía, con los conceptos de “revolución neolítica” y de “revolución industrial” possiblemente como los principales ejemplos que han pasado al vox populi, y con muchos otros casos similares, como la misma noción de “revoluciones científicas” (la primera de las cuales fue la “revolución copernicana”, que fue precisamente la que dio origen al concepto moderno de revolución). Puede decirse que en estos usos no políticos el concepto no tiene una dimensión violenta, pero sí de novedad y de irresistibilidad, y también que generan una imagen mental de un proceso muy rápido, aunque en la mayoría de los casos se refiere a procesos que han durado décadas, siglos o incluso milenios, como es el caso de la revolución neolítica.

NOCIÓN POLÍTICA DE METAMORFOSIS: UNA PROPUESTA DE EDGAR MORIN

La etimología del término “metamorfosis” es bien conocida, clara y diáfana: el origen está en el griego antiguo, y está formado por el prefijo “meta-”, que significa “cambio” y el sufijo “morphe”, que significa “forma”, por lo que el significado vendría a ser el equivalente a “transformación”. La referencia histórica más importante son “Las metamorfosis” del poeta romano Ovidio (“Metamorphoseon” en latín), una narración en verso que recoge unas 250 metamorfosis o transformaciones de la mitología griega y romana en las que humanos o dioses se convierten en plantas o en animales. La popularidad de esta obra a partir del Renacimiento dio mucha difusión a la palabra, que ha estado muy presente en la literatura y en la historia del arte desde entonces, pero es en el ámbito científico donde ha tenido el uso que más nos interesa aquí.

En este sentido, en geología las rocas y los minerales que se transforman física y químicamente por la presión y las temperaturas a las que están sometidas sin llegar a fundirse se las llama «metamórficas», pero es en biología donde el término ha tenido un alcance más amplio. Así, “metamorfosis” es el nombre que identifica las enormes transformaciones que sufren a lo largo del ciclo vital muchas especies animales, principalmente insectos, la más conocida de las cuales es el caso de las orugas que acaban convirtiéndose en mariposas. En estas transformaciones, que también reciben el nombre de “holometabolismo”, el animal joven es completamente diferente del adulto, y en el paso de otro a otro estadio existe una reorganización radical y casi completa de sus órganos que suele implicar la acción de enzimas digestivas que disuelven buena parte de los tejidos del cuerpo del animal joven, y los nutrientes.

El sociólogo y filósofo de la complejidad Edgar Morin ha realizado una propuesta de noción política basada en la palabra “metamorfosis” explícitamente alternativa a la de revolución. La concretó durante la primera década del siglo XXI, en el sexto libro de su obra “El Método”, aprovechando un término que ya había utilizado en los volúmenes anteriores con otros significados y connotaciones. Así, en el primer libro lo utilizó para significar «la transformación, gracias al lenguaje, de los homínidos en humanos» (Morin, 1977, p. 197), mientras en el segundo volumen profundiza en esta idea afirmando que «el advenimiento de la cultura corresponde a una verdadera metamorfosis no sólo en la animalidad del homínido, sino también en la naturaleza de la sociedad» (Morin, 1980, p. 288).

En el tercer libro vuelve a utilizar la palabra para destacar el efecto multiplicador exponencial de posibles cambios que supone el lenguaje, y cómo esto hace que la identidad humana pueda cambiar de manera igualmente exponencial: “El pensamiento mitológico le da a la posibilidad de metamorfosis una extensión ilimitada y al principio de identidad una insensibilidad hacia los más extraordinarios cambios de forma” (Morin, 1986, p. 186).

Es en el quinto libro que significa la necesidad que tiene la especie humana de realizar un cambio drástico para frenar su incidencia en la biosfera: “El proceso en feed-back positivo de crecimiento acelerado no puede conducir sino a un desencadenamiento destructor o a una metamorfosis”. Y se pregunta: “¿Vamos hacia esa metamorfosis, o hacia la catástrofe?” (Morin, 2001, p. 272). Y en el sexto, ya con una significación netamente política, y equiparándola con nociones análogas (“gran reforma”, “gran regeneración”), confronta la de metamorfosis con la noción de revolución: “La gran reforma es a la vez completamente realista y completamente utópica”… “Tenemos que esperar a que la gran regeneración pueda desarrollarse y conducir a lo que sería más y mejor que una revolución: una metamorfosis”. (Morin, 2004, p. 197).

Este autor cierra el último volumen de su obra magna con un capítulo elocuentemente titulado: “La esperanza ética: la metamorfosis”, en el que hace consciente el proceso que le ha llevado a la noción política de metamorfosis, y utilizando lo que aparentemente es un bucle autorreferencial notable -muy posiblemente inconsciente-, afirma: “Sin duda la metamorfosis posible que se prepara será en gran parte producto de procesos inconscientes, pero sólo se podrá realizar en serio con el concurso y la ayuda de la conciencia humana y la regeneración ética”. Antes ha sentenciado: «Toda metamorfosis parece imposible antes de que ocurra. Esta constatación comporta un principio de esperanza.» (Morin, 2004, pp. 199-203)

Morin no ha centrado su discurso en el concepto de metamorfosis, sino en el de “la Vía” deseable para que el cambio radical que necesita la humanidad se produzca (La Via para el futuro de la humanidad, 2011). Pero en un artículo de opinión publicado en 2010 en varios periódicos con el título “Elogio de la metamorfosis”, sí desarrolló cómo concebía una noción política de este concepto, dándole mucha relevancia y depositando muchas esperanzas en él. En este artículo parte de la premisa de que «lo más probable es la desintegración» y que «lo improbable, aunque posible, (es) la metamorfosis», y después de poner el ejemplo de la oruga que se convierte en mariposa y de sugerir que la misma aparición de la vida en la Tierra puede ser vista como «la metamorfosis de una organización físico-química que, llegada a un punto de saturación, crea una metaorganización viviente”, confronta directamente este concepto con el de revolución: “La idea de metamorfosis, más rica que la de revolución, contiene la radicalidad transformadora de ésta, pero vinculada a la conservación (de la vida o de la herencia de las culturas). ¿Cómo cambiar de vía para ir hacia la metamorfosis?” Termina el artículo afirmando que «la metamorfosis sería, efectivamente, un nuevo origen».

METAMORFOSIS COMO MACROCONCEPTO POLÍTICO

Para el análisis que se quiere realizar aquí se utilizará otra noción propuesta por Edgar Morin: la de “macroconcepto”, que define los conceptos que abarcan campos semánticos muy grandes, tan grandes que condensan teorías enteras de tipo filosófico, político o científico, por ejemplo. Siguiendo esta idea, la noción política de “revolución” es un macroconcepto, porque crea por sí sola una representación mental inconsciente que resume y sintetiza una teoría política de alcance total, la que describe cómo sociedades enteras cambian de forma drástica y traumática para superar situaciones que se viven como críticas e insostenibles.

Lo que aquí se propone es promover la conversión del término “metamorfosis” en un macroconcepto equivalente al de revolución, con el objetivo de aprovechar las diferencias entre los respectivos campos semánticos para conseguir una representación mental de la misma fuerza y potencia, pero que sea una alternativa más viable y transitable. La motivación parte de la constatación de que el macroconcepto “revolución” lleva asociada, de forma muy íntima e “incrustada”, la idea de una ruptura violenta con el pasado, todos cuyos elementos pasan a ser considerados obsoletos. Además, en el imaginario que genera esta noción, esta ruptura conlleva necesariamente un enfrentamiento entre sectores sociopolíticos que se perciben mutuamente como enemigos, lo que alimenta y promueve un conflicto extremo, que se da por supuesto que es un requisito necesario para conseguir los cambios radicales deseados.

En cambio, en la representación mental que creará el macroconcepto “metamorfosis” no habrá una ruptura traumática, sino una transición más o menos rápida de toda la sociedad, una transición en la que, como base para construir el nuevo sistema social, se pueden aprovechar los patrones y elementos precedentes (o incluso de antiguos que estén en desuso) que sean útiles para afrontar la nueva situación, incorporando los patrones nuevos que sean necesarios para que se produzcan los cambios. Es decir, no se rechaza el pasado en bloque, sino sólo aquellos elementos que se tenga constancia que son los que han llevado a los desequilibrios que han hecho necesarios los cambios, y además genera la percepción de que esta transición es un proyecto común de toda la sociedad, no el fruto del enfrentamiento entre facciones sociales con intereses opuestos.

Además en el caso del macroconcepto “revolución” la necesidad de romper con el pasado hace que los cambios que se ponen en marcha se basen en ideales y teorías que no se han llevado a la práctica anteriormente, ideales que son promovidos por la novedad que suponen y por las promesas que conllevan, promesas que suelen ser bastante abstractas. Por todo ello, con demasiada frecuencia las transformaciones revolucionarias se convierten en un salto al vacío que, debido a las dinámicas sociales que se activan en estas situaciones extremas, tienen muchas posibilidades de acabar reproduciendo esquemas y patrones del pasado considerados nefastos por los propios impulsores. Un ejemplo clásico es, precisamente, la propia Revolución Francesa, que partió del rechazo radical de la monarquía absoluta, y acabó reinstaurándola en un formato superlativo: el imperio encabezado por Napoleón.

Yendo más lejos, la noción de metamorfosis puede relacionarse directamente con el campo semántico de un concepto clave del ámbito de la física, el de “transición de fase”, que describe y analiza los cambios drásticos que experimenta la materia en determinadas condiciones. El ejemplo más conocido es el del agua, que se transforma en un sólido por debajo de los cero grados y en un gas por encima de los 100, transformaciones que no se pueden deducir de lo que se sabe sobre su estructura molecular y que, por tanto, son inesperadas y sorprendentes si no se han experimentado anteriormente. La aparición de la vida también puede considerarse una transición de fase a caballo de la física y de la química: moléculas complejas consiguieron juntarse, reproducirse y perpetuarse en el tiempo en forma de seres biológicos más o menos complejos, durante miles de millones de años unicelulares, y pluricelulares desde la explosión cámbrica, sucedida hace unos 600 millones de años.

La noción de transición de fase entronca directamente con la de «emergencia» o de «propiedades emergentes», que pertenece al paradigma de los sistemas complejos: son las propiedades o comportamientos que aparecen en las entidades complejas cuando sus partes interactúan como un todo, y que no existen cuando las partes están separadas o no interactúan. También pueden “emerger” cuando a una entidad compleja se aplican cambios organizativos que alteran la dinámica relacional entre sus partes, sin necesidad de añadir otras nuevas. Un ejemplo es lo que ha hecho Internet en las sociedades humanas: nos ha permitido nuevas formas de hacer circular la información y de relacionarnos, y el resultado son dinámicas nuevas “emergentes” que pasan a ser propiedades de los sistemas sociales, propiedades que no existían antes. El campo semántico de la noción de metamorfosis está muy próximo a las de estas dos nociones: los tres describen transformaciones que son radicales e inesperadas. Es decir, que con lo que se sabe sobre los sistemas y los seres antes de la transformación no se puede saber que habrá una transformación, ni de qué tipo será ni qué alcance tendrá, y la ciencia actual lo único que puede hacer es limitarse a describirlas e intentar construir teorías de por qué pasan.

La transición de fase, la emergencia y la metamorfosis comparten otra característica importante: las tres nociones describen transformaciones radicales que, aunque rápidas, son procesos que tienen una dimensión temporal que puede ser más o menos larga. En cambio, la noción de revolución prácticamente no tiene dimensión temporal: mentalmente genera una imagen muy corta, casi puntual, una rotura que puede ocurrir en unas horas o unos días y después de la cual se supone que ya ha cambiado todo. En este sentido, puede afirmarse que es una noción que ignora la dinámica de los procesos naturales y que, por tanto, genera imágenes mentales alejadas del funcionamiento del mundo real.

Dos ejemplos pueden dar una idea al respecto: el 14 de julio de 1789 ha quedado como la referencia primera de la Revolución Francesa, una referencia que para la mayoría de gente no especializada deja en un segundo término bastante remoto todo lo que ocurrió en la década posterior; y lo mismo ocurre con la Revolución Rusa, en la que la llamada “Revolución de Octubre” de 1917 desdibuja enormemente todo el proceso previo, sobre todo desde la primera revolución de 1905, así como las guerras y conflictos posteriores.

Además el macroconcepto de revolución implica centrar el debate en la idea que los bienes materiales son limitados, con el objetivo de que las clases privilegiadas que han acumulado en exceso cedan la mayor parte a las clases más desfavorecidas, es decir, hacer una redistribución de los bienes disponibles. En cambio la noción de metamorfosis, asociada a la de propiedades emergentes, tiene otras dimensiones aparte de la más puramente material, y sugiere que, en los cambios que deben hacerse para reorganizar la sociedad, no habrá perdedores y todo el mundo saldrá ganando, porque a pesar de que los bienes materiales disponibles posiblemente serán más escasos, las dinámicas sociales resultantes serán beneficiosas de manera generalizada y todo el mundo notará una mejora en su vida, también los que hayan perdido privilegios.

Este análisis de los campos semánticos permite concluir que el macroconcepto de revolución es, por un lado, excesivamente abstracto, y por otro, bastante equivalente al mito cristiano del “día del juicio final”, un hipotético ritual de paso en el que cada persona debe enfrentarse a su destino a cara o cruz (cosa que, además, comporta que hay ganadores y perdedores) mientras que la noción de metamorfosis está basada en procesos naturales, sobre todo biológicos. Es decir, es un concepto tomado del lenguaje de la biología, y está directamente relacionado con conceptos centrales de la ciencia más actual y, por tanto, las imágenes mentales que crea son mucho más cercanas a la realidad del mundo tal y como la concebimos científicamente en este momento histórico.

EFECTOS PSICOLÓGICOS Y SOCIOLÓGICOS DE LOS DOS MACROCONCEPTOS

Este artículo parte de una hipótesis secundaria: el macroconcepto “revolución” está actuando como un freno a los cambios socioeconómicos que debería hacerse. Esto ocurre porque existe la percepción inconsciente de que la única posibilidad real de cambiar las dinámicas actuales con la rapidez necesaria es que en un futuro más o menos lejano haya una especie de revolución, pero al mismo tiempo el conflicto y la violencia que lleva asociada esta idea dan miedo a mucha gente, sobre todo a la mayoría social que no la tiene como un ideal a alcanzar, sino como algo a evitar.

Así, aunque se pueda afirmar que el grueso de los miembros de las sociedades humanas actuales no “creen” en la revolución, por la percepción de que es una noción antigua y superada que lleva a situaciones traumáticas y desenfrenadas, inconscientemente una parte muy significativa sí “cree” que en el futuro habrá un cambio socioeconómico radical más o menos espontáneo dinámicas actuales. Esta idea podría formularse así: el macroconcepto “revolución” tiene ahora mismo una “hegemonía limitada” o “restringida”, porque el grueso de población no la ve como objetivo positivo a alcanzar, pero sí como un hecho inevitable que llegará tarde o temprano.

Esto se puede detectar en el auge de otro aspirante a macroconcepto hegemónico, el “colapso”, que se puede relacionar con el éxito espectacular que tienen actualmente las narraciones distópicas en la literatura, el cine y los videojuegos, en las que se describen situaciones apocalípticas después de un hipotético “colapso”, y en las cuales los pocos humanos que han sobrevivido se enfrentan entre sí en una lucha feroz por la supervivencia. Significativamente en el mundo intelectual francés ha cristalizado una línea de pensamiento y de investigación transdisciplinaria en torno al neologismo “colapsología”, con pensadores, personajes públicos y académicos dedicándose a ellos, muchos de ellos partidarios de otro aspirante a macroconcepto, el de “decrecimiento”, e incluso se ha creado una entidad, el Instituto Momentum, para impulsarla.

Esta hipótesis secundaria apunta a que el macroconcepto “colapso” es un derivado del de “revolución”, y define una especie de proceso similar pero aún más negativo, porque no existe una intención política detrás, sino que es simplemente el mismo sistema social hundiéndose y desintegrándose. Así, debido al miedo generalizado a la “revolución” y a su derivado, el “colapso”, el grueso de gente que no “cree” en ella hace todos los esfuerzos posibles para apartar de su mente la posibilidad de que llegue a producirse, e inconscientemente se prohíbe ni siquiera pensar en ello.

La hipótesis principal de este análisis sostiene que tener disponible y activo en el imaginario colectivo un macroconcepto político basado en la noción de metamorfosis permitirá que los procesos de cambio y transformación que cada vez más personas consideran inevitables, aparezcan mentalmente con connotaciones más benignas y menos traumáticas que si sólo hay disponible y activo el de revolución y que, por un lado, haya menos miedo y por el otro, que se perciban como un proyecto común de la especie humana, y no como un enfrentamiento entre facciones sociales.

En cualquier caso, el macroconcepto no ahorrará por sí solo las características -tanto las negativas como las positivas- de las situaciones revolucionarias, que son fruto de dinámicas sociales reales y que, de hecho, son el motivo de que la palabra “revolución” cambiara de significado a finales del siglo XVIII al XIX. Es decir, que aunque queramos evitarlo, habrá situaciones que el apelativo más preciso que podrán recibir es “revoluciones”, porque son momentos en los que las dinámicas y los equilibrios sociales que ha habido hasta ese momento se rompen y esto lleva a transiciones que no son ordenadas, sino caóticas, en las que la sociedad se reorganiza hacia un nuevo equilibrio que puede tardar en llegar.

Pero el macroconcepto “revolución” que nos ha llegado, y que fue creado y desarrollado por los teóricos de izquierda radical durante el siglo XIX, no es puramente descriptivo, sino que añadieron connotaciones que reforzaban a propósito las dinámicas violentas y traumáticas como un objetivo político a alcanzar, justificándolo de forma teórica, y convirtiéndolo así en un mito o un sagramento. El propósito es mitigar la potencia de este mito para evitar su influencia negativa en el imaginario colectivo.

En cualquier caso, es previsible que haya resistencia al cambio por parte de lo que se pueden considerar clases sociales privilegiadas, pero el auge de una noción política de metamorfosis hará aparecer de forma más diáfana la naturaleza egoísta e insolidaria de sus intereses, debido precisamente a que implicará una apuesta clara por un proyecto social que los incluya también a ellos.

La tesis principal de este artículo se fundamenta en la convicción de que los imaginarios colectivos y los sistemas de creencias en las que se basan éstos pueden cambiar sensiblemente si cambian los macroconceptos que articulan y dan consistencia semántica a estos sistemas, y que esto modificará sensiblemente la acción humana que se derive.

En el caso aquí analizado, la tesis que se formula es esta:

En el futuro una sociedad en la que sea hegemónico el macroconcepto “metamorfosis” tendrá mucha más capacidad para realizar cambios rápidos y profundos de manera eficiente y muchas menos posibilidades de generar conflictos sangrientos y traumáticos que una dominada por el macroconcepto “revolución”, sea éste un dominio activo o sea pasivo.

Josep Maria Camps Collet

jmcampsc@gmail.com

Bibliografía principal:

Arendt, Hannah: «Sobre la revolución»

Lenin, Vladimir Ilich: «El estado y la revolución»

Marx, Karl y Engels, Friedrich: “Manifiesto comunista”

Morin, Edgar: “El método” (6 volúmenes 1977/2004)

Morin, Edgar: “Elogio de la metamorfosis” (artículo en El País, 17-01-2010)

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